Fue amor a primera vista. Los Smith (nombre ficticio) buscaban una casa en el campo de Mallorca para pasar las vacaciones de verano con sus hijos de ocho y dos años, e incluso para hacer escapadas desde Londres a lo largo del año, cuando se toparon con esta espléndida construcción de más de cinco siglos.

Verla, entrar, conocerla y amarla fueron una misma cosa. Y se comprende, porque cuando esto sucedió la casa estaba ya restaurada y se levantaba imponente en medio del precioso campo de Mallorca, entre pinos, palmeras, almendros y olivos. Mirad la foto y lo entenderéis: la hiedra empezaba a trepar por los sólidos muros de mampostería y nuestra amiga la señora Smith se quedó literalmente arrobada ante la consistencia de la piedra y la delicadeza de las contraventanas de un verde lavado y sutil. No hace falta mucha imaginación para hacerse idea de su conmoción cuando contempló el interior, ese espacio magnífico que cuenta con una amplia zona de doble altura, todo encalado y luminoso, con las vigas primitivas reluciendo como el primer día.

Los Smith no tuvieron duda alguna y después de comprobar entusiasmados que la casa era justo la que estaban buscando, la compraron, así de sencillo. No habían pasado ni veinticuatro horas.

Así pues, como he dicho y repito, la compraron y se plantearon la tarea de decorarla. Para hacerlo recurrieron a la arquitecta responsable de su restauración, una interiorista alemana afincada en la isla, y entre todos crearon una atmósfera perfectamente europea. Me aclaro y os aclaro: la decoración más típicamente mallorquina también es europea, faltaría más, pero cuando hablamos de decoración europea creo que todas entendemos lo mismo o al menos algo parecido: muebles con solera, cuidados exquisitos, vitrinas, candelabros y en definitiva unos ambientes firmemente urbanos y consistentes, por los que parecen haber pasado muchas generaciones. Pues bueno, abrid las fotos y me daréis la razón. Las dos vitrinas gemelas de caoba y puertas en aspa, la mesa de centro de inspiración colonial inglesa, el puf de capitoné, las dos butacas de origen alemán, en fin, todo el mobiliario del salón podría haber sido trasladado desde una casa londinense hasta el campo de Mallorca. El comedor, con esa hermosísima lámpara alemana y las sillas lacadas en blanco y tapizadas con tafetán de un rosa sutilísimo, es la encarnación de ese buen gusto urbano, consolidado a través de siglos en nuestra vieja Europa.