Está situada en una pequeña localidad de las afueras de Madrid, y la cercanía a la ciudad marca sin duda su decoración. Porque esta casa impecablemente decorada proclama su tradición urbana a voces. Su propietaria señala que la compró tal cual, porque los dueños anteriores se habían encargado de reformarla y de poner al día algunas deficiencias propias del paso de los años. Pero ella se calla una intervención suya muy decisiva, que fue ampliar espectacularmente ventanas y cristaleras. Un cambio con premio para cada uno de los días, porque la luz entra como loca en los espacios interiores y les da vida y alegría. No solo eso, sino que al hacerse las paredes transparentes, el verde del césped, de árboles y arbustos se acerca, queda al alcance de la vista, y casi de las manos, y se disfruta a fondo el vivir fuera de la ciudad. Una decisión estructural acertadísima a la que se añade una decoración milimétricamente armónica y contrapesada.

Porque vamos a ver, el elemento que yo pienso básico en estos interiores es su perfecto equilibrio. Entre lo clásico y lo moderno (el tradicional chester y las actuales mesas de olmo: un ejemplo más que evidente). Entre las líneas redondas y las curvas (sirve el ejemplo anterior, pero añado: las butacas afrancesadas y el enorme sofá rectilíneo). Entre los colores suaves y los fuertes (las paredes en pálido beis y la tapicería morada). Y entre la delicadeza por un lado y la funcionalidad máxima por otro, y al mismo tiempo (la alfombra de seda del salón y el mobiliario a la última de la cocina, o la atmósfera refinada del dormitorio y la estricta modernidad del baño adjunto). Un equilibrio perfecto en el que todo encaja a la perfección como en un puzzle, donde nada chirría y donde todo forma parte de una composición de proporciones perfectas.